“En gustos no hay nada escrito”, dice la leyenda popular. Y es cierto: hay gente a la que le gusta el calor y a otra le gusta el frío. A mí gusta más el calor, entre otras cosas porque el calor es más democrático: cuando hace calor cualquiera puede andar en pelotas, en cambio cuando hace frio no se abriga quien quiere sino el que puede.
Ese aforismo o axioma de la infancia que dice: “Cada cual tiene frío según el poncho con que se abriga”, me hace sentir pudor cuando, abrigado y con calefacción, me quejo del frío sabiendo que hay mucha gente que sin abrigo, y a la intemperie, se la banca o se resigna. Pero es cierto: cada cual tiene frío según el poncho con que se abriga. Si; de acuerdo a sus proteínas o a su ayuno, a su casa o su choza, a su bracerito o a su calefacción central; pedaleando en la bici cagado de frío para ir al laburo, o dando vueltas al pedo por el pueblo sin campera en una confortable 4×4.
Porque el frío segrega más que el calor. El calor calienta y el amor lo festeja. El frío enfría los pies y enfría y enfría, a veces hasta lo que ya estaba frío sin frío. Como ese frío banal de los que hablan del frío sin sufrirlo, juguetonamente, desde de un mundo de algodón y de plumas y abrigado por dentro con calorías programadas por el dietista.
Y está el peor frío de todos, el frío del alma y del corazón, ese frio que hace decir a las señoras gordas que los chicos pobres andan descalzos y desabrigados porque no tienen frio.
Y sí. No hay nada más frío que el frío del desamor
Carlos Caco Fernandez